“Cuando en el pecado te acusas a ti, alabas al que sin pecado te hizo a ti”
Homilía
Hoy, en el segundo domingo de Pascua que fue establecido por San Juan Pablo II como fiesta de la Divina Misericordia, podemos recordar que el papa Francisco, el 11 de abril de 2015 durante la vigilia del segundo domingo de Pascua, publicó un libro que se titula “El nombre de Dios es Misericordia”. Es el fruto de una conversación con Andrés Tornielli, un vaticanista, donde con palabras sencillas, el Papa se dirige a cada hombre y mujer. En las páginas del libro suena el deseo de llegar a todos dentro y fuera de la Iglesia, todos que están buscando dar sentido a la vida, encontrar un camino de paz de reconciliación y obtener a una cura a las heridas físicas y espirituales. Con claridad el Papa no se descuida en afrontar la relación entre misericordia, justicia y corrupción. A los que se creen justos les recuerda que hasta el mismo Papa necesita de la misericordia.
Con este telón de fondo les invito a contemplar el mensaje de este domingo a la luz de las lecturas que nos propone la liturgia.
En la primera lectura, el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4, 32-35) manifiesta la comunión de los bienes entre los primeros cristianos quienes compartían todo según sus necesidades: “la multitud de creyentes tenían un solo corazón y una sola alma… ninguno padecía necesidad…”.
El salmo responsorial es un canto de gratitud del hombre a Dios por su eterno amor: “¡den gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su amor!”
En la lectura segunda, la primera carta de Juan (1Jn 5, 1-6) nos dice: “la señal de que amamos a Dios es que cumplimos sus mandamientos”. En el cumplimiento de los mandamientos encontramos al mismo tiempo los medios para testimoniar el amor a Dios.
En el evangelio de san Juan (Jn 20, 19-31) se nos relata la segunda aparición de Jesús después de resucitar, donde saluda a los apóstoles con la paz, establece su envío en misión y les da el mandato de administrar el sacramento de la misericordia, es decir el perdón de los pecados: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen…” Ocho días después manifiesta la veracidad de su resurrección ante las dudas y la declaración de fe de Tomás: “Señor Mío y Dios Mío”; después Jesús le dice: “tú crees porque has visto, felices los que creen sin haber visto”.
1- La Paz que trae Cristo
El tiempo pascual es período de gozo por la victoria de Jesús sobre la muerte. Resucitado, se presenta en medio de sus apóstoles en el cenáculo estando las puertas cerradas. Después de toda la experiencia desfavorable de estos apóstoles que desertaron alejándose de su maestro en el momento más crítico, lo acertado según la lógica humana sería que Jesús les dé una reprimenda por abandonarle a su suerte; sin embargo, Jesús resucitado lo primero que hace es saludarles con la paz: “la paz esté con ustedes”. Este saludo trae una gran alegría en medio de las vicisitudes y temores a este pequeño grupo de seguidores de Jesús. Se trata de la alegría por su victoria, por su amor, que ha derrotado nuestro egoísmo y nuestra maldad. Y Jesús hace partícipe a sus discípulos de su misma victoria. Aquí se cumple aquel pasaje que dice: “no nos trates, Señor según nuestras culpas” (Sal 103, 10). Dios no nos trata según nuestros pecados, sino más bien según nuestro arrepentimiento y con la grandeza de su corazón misericordioso. Luego de su saludo de la paz devolviendo la alegría a los apóstoles añade: “como el Padre me envió, yo les envío…”. Esto significa que la resurrección de Jesús no es una experiencia individual que sólo tiene que ver con uno mismo, sino que implica ir más allá, hacerla pública. “Yo les envío…”, dice el Resucitado también a nosotros. Él nos manda que vayamos a anunciar la victoria de Jesús como verdaderos “discípulos y misioneros” (DA). Nos toca anunciar la llegada de esta medicina que puede curar todas las dolencias de la humanidad.
2- La misericordia de Dios
Así como es necesario ser enviados en misión para anunciar a Jesús resucitado, vivo y presente entre nosotros, así también es preciso recibir la fuerza del Espíritu para cumplir la misión encomendada. Después de indicar “como el Padre me envió, yo les envío…”, Jesús nos da el Espíritu Santo: “reciban el Espíritu Santo”. El Espíritu es un don que Jesús nos ha obtenido con su victoria sobre la muerte. Al dar el Espíritu Santo dice: “los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen…serán retenidos a los que ustedes se los retengan…”. El tema del perdón a través del ministerio de hombres es un tema discutido debido a que el ministro también es un pecador. ¿Por qué tengo que decir mis pecados a alguien más pecador que yo?
A quienes perdonéis quedan perdonados. Con el sacramento de la reconciliación, Dios facilita su gracia misericordiosa a favor de la humanidad. El ministro ordenado, a través de la unción tiene esa potestad, esa capacidad y ese don de facilitar el perdón al que lo solicite. El encargo lo reciben en primer lugar los apóstoles y luego sus sucesores los obispos a los que se les unen los presbíteros que en comunión con los obispos ejercen la potestad de impartir la misericordia del perdón. El encargo y la misión vienen directamente de Cristo, por tanto, no dependen de ningún grupo ni organización ni institución humana. Es Cristo quien dijo: “así como el Padre me envió, yo les envío…”. Es así que existe un compromiso de llevar el mensaje de la Pascua pasando a todos desde el corazón del Resucitado la oferta de la salvación. Este mandato está bajo la autoridad de Cristo según lo que él estableció desde el principio.
Conclusión
Una famosa frase de San Agustín reza que “cuando en el pecado te acusas a ti, alabas al que sin pecado te hizo a ti”. Debemos pedir al Señor que nos haga más abiertos y disponibles frente a las fuerzas de la misericordia de Dios. La divina misericordia brota del corazón traspasado de Jesús y con su resurrección será anunciada en el mundo entero.
Otros temas que puede reflexionar
- La caridad
- La misión
- La paz
- El envío
- El testimonio
- La fe
- La incredulidad
- El temor
- Creer sin ver