Homilía: Solemnidad de la Santísima Trinidad

“Donde está el amor hay Trinidad: el que ama, el amado, y el amor”

(San Agustín)

Reconociendo como uno de lo más grandes misterios, hoy la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad. El centro de toda fe monoteísta es la fe en un solo Dios. También los cristianos confesamos que Dios es uno solo, un Dios Padre y Providente que se reveló a la humanidad en el tiempo llamado historia de la salvación. Pero hay algo más que se debe decir.

En este tiempo que nos toca vivir, es oportuno reflexionar sobre el Dios revelado por Jesucristo, considerando siempre que las expresiones humanas son pobres intentos para expresar lo inexpresable. La doctrina de la Iglesia nos enseña que adoramos a un solo Dios verdadero en tres Personas distintas. Nos sentiremos un poco menos agobiados por este misterio al desarrollarlo diciendo que Dios no es un ser solitario e impersonal, sino Alguien que se revela como comunidad en perfecta unidad, aunque estas expresiones son simples titubeos para expresar el misterio. Podemos añadir que el abismo entre la infinitud de Dios y la limitación de las creaturas fue superado por la encarnación del Hijo eterno del Padre, quien asumió nuestra condición humana. Cristo es el puente que une la eternidad y el tiempo, Creador y creaturas, vida eterna y condición mortal. A través de sus enseñanzas y su mismo ser, Cristo nos va introduciendo en el misterio inagotable de Dios.

En la lectura del Libro del Deuteronomio (Dt 4, 32-34. 39-40), Moisés exhorta al pueblo hebreo a reconocer y adorar al único Dios verdadero: “Reconoce, pues, hoy y medita en tu corazón, que el Señor es el único Dios, allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra; no hay otro”.

La segunda lectura del libro de la carta del Apóstol San Pablo a los Romanos (Rm 8, 14-17) afirma que “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios”. Es necesario dejarse guiar por el Espíritu prometido por el Hijo para ser “herederos de Dios y coherederos con Cristo”

El evangelio de san Mateo (Mt 28, 16-20), presenta la escena donde los once discípulos reciben el mandato misionero de parte de Jesús para actuar en nombre de la Trinidad: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.”

1- LA IMAGEN DE DIOS

Veamos algunas imágenes de Dios que son frecuentes entre cierta gente.

Hay personas que consideran que la existencia de Dios es una amenaza contra nuestra libertad; creen que son incompatibles Dios y nuestra capacidad de decidir. Por eso optan por el ateísmo o por la indiferencia con relación a Dios.

Otras personas ven a Dios como una auditoría incómoda, que controla minuciosamente todos nuestros actos y que está al acecho de la más pequeña infracción para castigarnos, un juez implacable y además malicioso que busca sorprender en infracción para amonestar castigando.

Hay personas que ven a Dios como el supremo neurótico que nos impide ser felices y que actúa como el “aguafiestas” de nuestras alegrías prohibiendo todo lo que se relaciona con el gusto, el placer y el libre albedrío.

Existen también personas que consideran a Dios como un socio de negocios con quien se puede realizar transacciones ante las necesidades o deseos que tenemos. Si responde afirmativamente al pedido, entonces es bueno e incluso le pagamos algo, si ignora entonces se olvidó de nosotros.

Es natural que nos preguntemos por qué millones de seres, y entre ellos familiares y amigos nuestros, han desarrollado estos imaginarios negativos sobre Dios.

2- EL DIOS QUE JESÚS NOS REVELA

Las lecturas que nos propone la liturgia coinciden en presentar que el Señor es el único Dios, y que es necesario dejarse guiar por su Espíritu, y que Jesús estará con nosotros hasta el fin del mundo. Aquí aparecen las tres personas del único Dios Uno y Trino: El padre El Hijo y el Espíritu Santo, y en el Evangelio, los apóstoles reciben el mandato misionero para bautizar en nombre de la Trinidad.

Por lo tanto, la Trinidad es la esencia de la identidad de Dios y de la vida de la Iglesia. Es también la esencia de la vida sacramental porque pronunciamos su nombre al derramar el agua bautismal sobre la cabeza de los niños y también cuando recibimos el sacramento de la confirmación.  La invocación a la Trinidad sirve de apertura a la eucaristía, sus oraciones inician a menudo invocando la Trinidad y con ella terminamos el rito de la misa; y así está presente igualmente en la administración de todos los sacramentos.

En la vida diaria estamos acostumbrados a trazar sobre nosotros el signo de la cruz “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”; con esta invocación empezamos y terminamos el día. La señal de la cruz nos acompaña en los viajes y en los momentos difíciles, al cruzar frente al templo, frente al camposanto o ante una imagen sagrada; recibimos la bendición de los padres con la señal de la cruz acompañada por la formula trinitaria.

Pues bien, esta fórmula tan sencilla contiene una de las verdades más profundas de la revelación: Dios, en su misterio más intenso, es la perfecta unidad siendo la perfecta comunidad de amor. En una feliz expresión, atribuida al Papa San Dámaso, la tradición de la Iglesia afirma que Dios es único, pero no es un ser solitario.

A imagen de la Santísima Trinidad, familia divina de Padre, Hijo y Espíritu Santo, estamos llamados a vivir y convivir como verdaderos hermanos en comunidad de amor, de fe y de esperanza donde cada uno tiene la oportunidad de realizarse como hijo e hija de Dios disponiendo de lo necesario para la santificación. Y a la Iglesia la vemos como una realidad de origen divino presente en la mente de la Trinidad desde toda la eternidad, instituida en el tiempo por el Hijo y dinamizada a partir de Pentecostés por el Espíritu Santo que lo inspira constantemente. Así, anclados en la Trinidad somos capaces de cumplir nuestra misión evangelizadora. A imagen de la Trinidad la Iglesia es una institución orgánica y organizada donde hay un orden jerárquico establecido por Jesucristo el Hijo de Dios poniendo como cabeza de los apóstoles a San Pedro y sus sucesores los obispos y el Papa. Es verdad que nos somos una imagen perfecta de Dios y necesitamos buscarlo más.

A la luz de la imagen Trinitaria, nuestra sociedad con toda su población y todas sus autoridades, debería siempre ir detrás de todo aquello que facilita la convivencia fraterna y solidaria, y que nadie se sienta más ni menos que otros, una sociedad donde cada uno cumple fielmente lo que corresponde hacer en pos de la construcción de una comunidad justa y próspera donde cada uno tiene lo necesario para vivir con dignidad de hijo de Dios. Donde los responsables del bien común actúan con justicia y equidad.

Conclusión

Somos imagen y semejanza de Dios, por tanto, la vivencia de nuestra fe trinitaria debe llevarnos a realizar el deseo del Señor y construir la civilización del amor. “Donde está el amor hay Trinidad: el que ama, el amado, y el amor”(San Agustín). En la fiesta de la Santísima Trinidad. Jesús nos ha manifestado que Dios, en su ser más hondo, es comunidad de amor siendo la perfecta unidad.

Concluyendo podemos decir que, en primer lugar, gracias al bautismo participamos de la vida de Dios. En Él “vivimos, nos movemos y existimos”. En segundo lugar, afirmamos que este acceso a la vida de Dios se lo debemos a Jesucristo que nos ha adoptado como sus hermanos, nos ha comunicado al Espíritu Santo y es el camino que nos conduce al Padre. Y finalmente, sentimos el compromiso que nuestra vida espiritual, arraigada en el misterio trinitario, debe conducirnos a la construcción de auténticas comunidades en la familia, en el trabajo, en la sociedad y en la Iglesia. Esta es la gran enseñanza que nos deja la fiesta de la Santísima Trinidad.