Quinto Domingo Ordinario, Ciclo A

“La vocación de ser sal y luz”

Una de las tareas del discípulo y misionero de Jesús consiste en ser testigo de esa experiencia de verdad sobre una persona: Jesús de Nazaret muerto y resucitado enviado por el Padre para nuestra salvación. El evangelio de hoy como nos aclara cuál es nuestra identidad como bautizados; nos muestra la vocación a la que somos llamados. En él nos dice: “Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois la luz del mundo”. La vocación cristiana es un gran don y, al mismo tiempo, una gran exigencia.

La primera lectura del libro del profeta Isaías (Is 58,7-10) nos plantea esa luz como consecuencias de una vida generosa y solidaria, atenta a las necesidades de los otros, afirma: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora”. Nuestra luz debe ser, antes que nada, el testimonio efectivo del amor generoso.

La segunda lectura (1Cor 2,1-5), san Pablo nos muestra de que manera un apóstol es sal de la tierra y luz del mundo, Afirma: “Entre vosotros decidí no saber otra cosa que Jesucristo, y éste crucificado”. Cristo crucificado es el mensaje del amor generoso, que llega hasta la entrega de la propia vida. Ésta es la revelación que constituye la sal y que da sabor a toda la vida. Pablo comunica esta revelación con gran valor y, al mismo tiempo, con gran humildad a todos los paganos[1].

En el evangelio de san Mateo (Mt 5,13-16), Jesús nos dice: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad construida sobre un monte. No se enciende un candil para taparlo con un celemín, sino que se pone en el candelero para que alumbre a todos en la casa”. Los cristianos tenemos el deber de dar testimonio cristiano, esto es, de dar testimonio de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. En otras palabras, hacer presente a Jesús Luz de Luz a través de nuestro testimonio de vida. Si lo hacemos, seremos luz del mundo. Si, por el contrario, escondemos nuestra fe, si no nos atrevemos a manifestar nuestra esperanza, si renunciamos a la vida de caridad, entonces escondemos la luz que hemos recibido y sólo mereceremos el desprecio de los otros.

1- La caridad como sal y luz

El evangelio nos habla de una tarea, el de ser sal y luz del mundo, “ustedes son la sal de la tierra; ustedes son la luz del mundo”.

La sal desde su descubrimiento fue un producto de mucho valor y utilidad para la humanidad, tanto para preservar los alimentos como la carne, como para curar heridas y al mismo tiempo servía como elemento de pagos por los servicios o intercambios de productos, su valor era y sigue siendo muy importante hasta nuestros días. De la sal proviene la palabra salario: “en el Imperio Romano muchas veces se pagaba el trabajo con este precioso producto de la sal”, era como la moneda del momento.

La luz es un elemento físico importante para la humanidad de nuestra época. Las grandes ciudades ya no puede subsistir sin la energía eléctrica que es el material número uno para que haya luz, de funcionamiento a la complicada estructura de las maquinas que producen lo necesario para los alimentos y confort de la humanidad.

Con estos dos elementos sustanciales en la vida del hombre, la sal y la luz, Jesús nos llama y nos dice que todo discípulo y misionero debe ser sal y luz del mundo.

La primera lectura nos indica que para ser sal y luz es necesario la vivencia real y profunda de la caridad: “Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo y no te cierres a tu propia carne. Entonces romperá tu luz como la aurora”. Nuestra luz debe ser, antes que nada, el testimonio efectivo del amor generoso. La caridad generosa es la condición para que cada uno seamos esa sal y esa luz que ilumina y da sabor a la vida, a la familia, a la sociedad, a las instituciones, etc.

2- Una vida que da sabor e ilumina

Con las sencillas imágenes de la sal y luz, Jesús nos alienta para que hagamos presentes los valores del evangelio; y esto se logra a través del testimonio de las buenas obras.

A veces se piensa que ya se cumple con las obligaciones de ser sal y luz simplemente porque no se mata a nadie o no roba, no se hace daño a nadie, llevando una vida de asilamiento y de desentendimiento de los demás: “yo no molesto a nadie y nadie me molesta a mí, yo no me meto con nadie y nadie se mete conmigo…” Sin embargo, el seguimiento de Jesús, el ser su discípulo y misionero nos pide mucho más, tal como lo propone el sermón de las Bienaventuranzas que hemos reflexionado el domingo  anterior.

Tenemos que colaborar activamente en la difusión de los valores del Reino y aportar a la construcción de una sociedad justa e incluyente[2].

Lo primero que se nos pide es ser sal y luz, ser el testimonio de una vida coherente con los principios que decimos profesar; el testimonio y el ejemplo valen más que mil palabras. No se trata de hacer discursos sobre la ética, la religión y la justicia como piensan algunos.

Cuando Jesús afirma que “no se puede ocultar una ciudad construida en lo alto de una montaña, y cuando se enciende una vela no se esconde”, está poniéndonos en guardia frente a la tentación de camuflar nuestra identidad cristiana[3]. El desafío está en vivir nuestra identidad sin ocultarse ya sea por vergüenza o por temor. Si somos luz, debemos iluminar, y si somos sal debemos dar sabor diferente a la vida, a la familia, a la sociedad a las instituciones donde estamos actuando.

Ser luz y sal nos lleva a una actitud que tendrá graves y grandes consecuencias en la sociedad y en el mundo. A veces el excesivo supuesto respeto a las diferencias, que es esencial en una sociedad democrática, ha llevado a una equivocada conclusión donde ya no hay diferencia entre lo honesto y lo deshonesto, entre el trabajo honrado y las fortunas de origen corrupto, entre casarse y no casarse, entre abortar y culminar un embarazo. Se Piensa que da lo mismo una u otra cosa mientras la persona sea auténtica y crea que no hace mal a nadie. Esto es un poderoso enemigo de la identidad cristiana. La presión social hace muy difícil que seamos sal de la tierra y luz del mundo.

A través de las imágenes de la sal y de la luz, Jesús nos invita a tomar conciencia del testimonio de vida que debemos dar.

Conclusión

“Dame lo que me pides y pídeme lo que quieras” decía San Agustín. Jesús nos dice que somos sal y luz del mundo. Le pedimos a Jesús Luz de Luz y sal por excelencia para que nos de mucha luz y abundante sal para iluminar siempre y dar sabor cristiano al mundo. Que ninguna realidad o situación por adversa que sea, diluya por las presiones que vienen de fuera esa luz y esa sal. Esta responsabilidad recae sobre bautizados más comprometidos. Si nosotros estamos confundidos, si en nuestra conciencia no hay claridad sobre los valores centrales de la vida, proyectaremos nuestras dudas e inseguridades en los niños y en los jóvenes, en la familia, en el trabajo, y en la sociedad. Este evangelio sobre la sal de la tierra y la luz del mundo debe ser motivo de seria reflexión por parte de cada uno de nosotros.

Que nuestra existencia tenga motivaciones siempre en esta labor apostólica de ser sal y luz del mundo para que todos conozcan la verdad sobre Jesús de Nazaret muerto y resucitado enviado por el Padre misericordiosos para iluminarnos.


[1] VANHOYE, Cardenal Albert SJ. Lecturas Bíblicas de los Domingos  y Fiestas. Ciclo A. ED. Mensajero. Bilbao España, 2003. Pág. 188

[2] http://homiletica.org/PDF058/aahomiletica011418.pdf

[3] Idem

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