DOMINGO XXVI ORDINARIO CICLO B
El hombre por su misma naturaleza tiene una dimensión religiosa. Reconoce que el mundo está lleno de misterios y realidades asombrosas y surge en él la pregunta sobre la divinidad. Quiere descubrir cómo Dios se manifiesta a través de diversos medios para dar a conocer su voluntad para con el hombre creado a imagen suya. Todo esto podríamos llamar la religión natural. Desde el inicio de la historia, la humanidad ha experimentado manifestaciones religiosas de diversas índoles según la región, la cultura y las condiciones de vida del ser humano.
El cristianismo, en cambio, se define como religión revelada. Tiene su historia, sus fuentes y su curso en el tiempo donde Dios se revela progresivamente, primero al pueblo de Israel, a través de los padres de la fe, Abrahán, Isaac, Jacob, el líder Moisés, los profetas, etc., hasta llegar la plenitud de los tiempos cuando por la acción del Espíritu Santo el Hijo de Dios nace del seno virginal de María. Es Jesús el Hijo de Dios, quien murió y resucitó de entre los muertos, y luego instituye la Iglesia, signo de Salvación. Ella se levanta sobre el fundamento de los 12 apóstoles, es inaugurada en pentecostés con el fin de prolongar en el tiempo la salvación eterna a favor de la humanidad hasta que Él vuelva.
Considerando todo esto, leemos las lecturas de hoy como una invitación a tener una actitud de sano ecumenismo con aquellos que buscan al mismo Dios viviendo una sana relación con la divinidad, con los demás y con la naturaleza. La palabra de Dios que acabamos de escuchar es una llamada a la tolerancia para con aquellas personas que buscan el bien y al mismo tiempo se oponen con radicalidad al mal y las injusticias.
La primera lectura, del libro de los Números (Núm 11, 16-17a. 24-29) narra la abierta postura de Moisés a favor de todos aquellos que profetizan en nombre del Señor Dios aunque no están con el grupo: “…ojalá todos fueran profetas del Señor, porque él les infunde su espíritu”.
El salmo 18 es un canto a los preceptos del Señor que alegran el corazón del hombre justo. “La ley del Señor es perfecta, reconforta el alma…”.
La segunda lectura, de la carta de Santiago (Sant 5, 1-6) contiene una exhortación ante el peligro de la riqueza. La misma, aunque es un bien, al no ser considerada en su justo lugar, puede ser motivo de todo tipo de corrupción personal y social, generando apegos desordenados a lo material. Si esto suceder, “el oro de ustedes y su plata se han herrumbrado, y esa herrumbre dará testimonio contra ustedes y devorará sus cuerpos como fuego”.
El evangelio de san Marcos (Mc 9, 38-43. 45. 47-48) presenta a los apóstoles junto con Jesús dialogando sobre algunos que no son miembros del grupo de los 12, sin embargo, realizan milagros en nombre de Jesús. Este hecho generó malestar en los discípulos motivando que reaccionen negativamente intentando impedir la manifestación del Espíritu. “Maestro hemos visto uno que expulsaba demonios en Nombre, y tratamos de impedírselo porque no era de los nuestros. Pero Jesús les dijo: No se lo impidan, porque nadie puede hacer milagros en mi nombre y luego hablar mal de mí”.
1- El celo en el apostolado
Un fenómeno natural que experimenta el ser humano es proteger todo aquello que tiene valor de tal forma que no se extravíe. Los padres mezquinan a sus hijos y lo expresan con sus consejos, su cariño y dedicación, el joven cuida sus cosas personales, todas las personas mezquinan a las personas de su agrado e incluso dan especial cuidado a los objetos de valor. Así también en el ámbito del apostolado valoramos la parroquia, el grupo, el movimiento, la organización. Damos especial cuidado a las cosas sagradas como los sacramento. En este aspecto de la vida, no permitimos atropellos o invasiones de algo extraño.
En este mismo sentido tanto Josué en la primera lectura y los apóstoles en el evangelio, reaccionaron ante la aparición de profetas al margen de lo acostumbrado.
En la primera lectura, Josué pide a Moisés que prohíba profetizar a Eldad y Medad porque tiene la impresión que estén usurpando un carisma. “Moisés señor mío, no se los permitas.”
Pero Moisés le da una sabia respuesta: “¿Crees que voy a ponerme celoso? Ojalá que todo el pueblo de Dios fuera profeta y descendiera sobre todos ellos el Espíritu del Señor”.
Esta es la parte difícil, la de discernir la autenticidad de la manifestación del Espíritu. En la Iglesia, gracias a Dios, tenemos a las autoridades competentes para discernir las posibles manifestaciones del profetismo. En eso entra también lo que hoy día puede llamarse la revelación particular privada que no tiene el mismo peso que la revelación publica. Esta último ya se cerró con Jesucristo y no puede ser alterada, sin embargo, la profundización de la revelación puede seguir dándose en forma privada. La autenticidad de esas manifestaciones privadas será clarificada por la autoridad competente de la Iglesia.
En el texto del evangelio, el apóstol Juan manifiesta una situación parecida: “Hemos visto a uno que expulsaba los demonios en tu nombre, y como no es de los nuestros, se lo prohibimos”. Jesús con toda autoridad les dice “No se lo impidan, porque nadie puede hacer milagro en mi nombre y luego hablar mal de mí”.
No dudamos de las buenas intenciones de Josué y del apóstol Juan. Sin embargo, no debiera molestarnos ver que otros hermanos nuestros han sido bendecidos con los dones del Espíritu. En cambio, debemos reconocer que es doloroso el espectáculo que ofrecen agrupaciones religiosas con la riqueza de diferentes carismas, pero que se descalifican públicamente. En lugar de competir, deberíamos trabajar juntos para así utilizar mejor los escasos recursos de los que disponemos para la evangelización.
Evitando el celo enfermizo en la pastoral, busquemos siempre todo lo que une, construye y fortalece el buen trabajo de todos en la Iglesia. Cultivemos una sana apertura ecuménica hacia aquellos que profesan la fe en Cristo buscando al mismo Dios y el bien de todos.
Conclusión
Al considerar al hombre como un ser que es religioso por naturaleza, reconocemos que Dios puede obrar con su gracia fuera de toda estructura establecida. El papa Pablo VI en el discurso de clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II decía: “en verdad la realidad de la Iglesia no se agota en su estructura jerárquica, en su liturgia, en sus sacramentos ni en sus ordenanzas jerárquicas…”.
San Agustín observó que algunos: “Se aferran a su parecer, no por verdadero sino por suyo”. A veces nos obstinamos en imponer nuestra postura no por ser la verdadera ni la más acertada, sino por ser nuestra manera de ver y de pensar; este fue el caso de Josué y el apóstol Juan. Esto nunca será criterio para determinar el acierto o el desacierto.
Que esta sencilla reflexión, inspirada en las lecturas de este domingo, fortalezca el carisma profético dentro de nuestras comunidades, nos ayude a superar los celos entre hermanos para así tender puentes de colaboración, y nos den el valor para reconocer todo lo bueno que realizan tantas comunidades parroquiales, grupos, movimientos y apostolados de nuestra diócesis.