Homilía: Segundo domingo de Cuaresma. Ciclo B

El ruido no hace bien, el bien no hace ruido

Introducción

La liturgia nos prepara hoy para el misterio pascual de Jesús en sus dos momentos de sacrificio y de resurrección. Las dos primeras lecturas hablan del sacrificio de Abrahán y el de Cristo. El evangelio con la escena de la transfiguración nos presenta la anticipada glorificación del Hijo de Dios, es decir, el anticipo de su resurrección gloriosa y nos invita a escuchar al Hijo predilecto. La transfiguración en presencia de los dos grandes profetas Elías y Moisés aconteció en un ambiente discreto donde únicamente fueron testigos tres discípulos.

La cuaresma es un tiempo de preparación discreto, silencioso que nos encamina hacia esa celebración solemne del misterio pascual de Jesús, su muerte y su resurrección. Para una buena vivencia cuaresmal necesitamos crear el ambiente de silencio para orar.

La primera lectura (Gn 22, 1-2.9ª.10-13.15-18) presenta el sacrificio de Abrahán como figura del sacrificio de Cristo: Abrahán iba a sacrificar a su único hijo Isaac para ofrecerlo a Dios: “¡Abrahán! Él respondió. Aquí estoy. Dios dijo: Toma a tu hijo único, al que amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moriá y ofrécemelo allí en holocausto en uno de los montes que yo te indicaré”.

La segunda lectura (Rm 8, 31b-34) nos muestra que Dios mismo ha hecho un sacrificio: “no perdonó a su propio Hijo”. El apóstol Pablo hace una comparación con Abrahán que tampoco reservó a su hijo único; “si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros”.

El Evangelio (Mc 9, 2-10) nos habla del episodio de la transfiguración que tiene relación directa con la glorificación de Jesús. “En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos”. A través de esta transfiguración que sucede en el silencio se ilumina la muerte cruenta de Jesús y se anticipa la resurrección.

Les invito a centrar la atención sobre la escucha, el silencio y el ruido.

1- Cuaresma como oportunidad para escuchar al Hijo querido de Dios.

La cuaresma se caracteriza por su espíritu penitencial con las prácticas de ayuno, oración, caridad, sacrificios voluntarios como medios de santificación renunciando a las realidades pasajeras y anticipando de esta manera aquí en la tierra aquellos bienes eternos. Abrahán se dispuso a sacrificar a su hijo Isaac, Dios sacrificó realmente por nosotros a su Único Hijo, y nosotros también debemos realizar sacrificios que favorecen nuestra cercanía a Dios.

La cuaresma nos propone sacrificios que requieren fuerza de voluntad y decisión para privarse voluntariamente de algún alimento o de algo que en justicia tal vez nos corresponde por derecho. Las privaciones voluntarias elevan el espíritu según reza el prefacio III de la cuaresma que se titula “los frutos de las privaciones voluntarias”: “Porque con nuestras privaciones voluntarias –sacrificios- nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones, a dominar nuestro orgullo, e imitar así tu generosidad compartiendo nuestros bienes con los necesitados”. De esta manera estaremos mejor preparados y disponibles para escuchar la voz del Hijo predilecto de Dios.

2- El silencio como lenguaje de Dios vs el sonido y el ruido

“Este es mi hijo predilecto, escúchenlo”, dice el evangelio de san Marcos. El versículo es casi una orden que debe ser cumplida, es nuestra obligación escuchar al Hijo Único de Dios. Para la escucha es necesario un ambiente de silencio, de lo contrario es muy dificultosa la escucha. Por lo tanto, estamos obligados a crear ese clima a través de la soledad, es decir, ausencia de todo aquello que pueda perturbar la paz y la serenidad interior. Es necesaria la desconexión de todo aquello que pueda interferir con la sintonía que sólo el silencio permite realizar. Debemos subir a aquella montaña privilegiada donde Jesús se transfiguró. Por algo la cuaresma debe ser tiempo de mayor oración como oportunidad para estar en sintonía con la voz de Dios.

En este tiempo de penitencia y conversión podemos identificar algunos pecados contra la oración y el silencio que perturban la escucha a Dios; podemos mencionar en líneas generales a aquellos que proceden del exterior, los sonidos y los ruidos:

Los sonidos: muchos de los sonidos del día a día lo elegimos o creamos nosotros mismos. En primer lugar, están las informaciones: la cantidad de informaciones de todo tipo y género que recibimos en nuestro mundo actual nos hace llegar un volumen de contenidos imposible de digerir. Esto nos fastidia disminuyendo la capacidad de escucha; nos distraen tantas novedades sobre política, deporte, tragedias, opiniones, dramas, etc. Son sonidos perturbadores que dificultan nuestra atención a la voz que Jesús el Hijo de Dios nos dirige. Llenarnos de un exceso de informaciones – además no siempre ciertas – sería uno de los pecados contra la oración; por tanto, hay que luchar contra este ambiente de una gran polución sonora de centenares de voces. En segundo lugar, están las ofertas de entretenimiento: hoy se ponen al alcance de todos y existen los recursos para estar constantemente conectados. Se presentan ofertas audiovisuales como música, películas, series, videos, juegos, a los que dedicamos varias horas al día. Si lo exageramos, esto también empobrece la capacidad de escucha a Dios, por lo tanto, se convierte en un mal que atenta contra la gracia que Dios nos ofrece. En tercer lugar, el contacto cada más frecuente con cada vez más personas; encuentros con otros que pueden sea personales o virtuales. Estos intercambios pueden ser sanos, pero el exceso llega a ser dañino para la paz e incluso la salud del hombre interior cuando es una traba para la oración y ocupa el espacio sagrado que debe ser reservado a Dios para escuchar su voz. Por otra parte, cuando logramos entrar en sintonía con Jesús, el mismo contacto con los otros se transformará en oración.

Los ruidos: un ruido puede ser un sonido que molesta aturdiendo, por ejemplo, las músicas con alto volumen en los autos, en el vecindario o en las calles que perturba el descanso y el bienestar de terceros, agitando el corazón. Creo que los ruidos que dificultan la oración son el pan nuestro de cada día: motos con roncadores, música con sonidos de alto volumen, maquinarias con motores potentes, etc.… La polución sonora innecesaria, además de ser pecado es un delito penado por la ley.

El exceso de sonidos y de ruidos nos dificultan o impiden escuchar a Jesús, el Hijo predilecto de Dios, tal como lo ordena el Padre. Jesús para escuchar la voz del Padre hacía largas oraciones nocturnas, en un silencio donde el único sonido es el de la brisa, así como lo percibimos en la escena de la transfiguración.

Jesús hoy al transfigurarse cambió de aspecto, busquemos también nosotros un cambio de aspecto. La parte de la transfiguración que nos toca a nosotros es superar todo aquello que entorpece la escucha atenta de su palabra. Dios hoy nos inculca: “Este es mi hijo predilecto, escúchenlo”. Cultivemos el silencio para estar en sintonía con la gracia de Dios.

Conclusión

Demos gracias a Dios por la transfiguración de Jesús que en medio de nuestras luchas nos ayuda a contemplar con alegría a Cristo glorificado. Como preparación de cara a la pascua, cultivemos todavía más la oración, transformando como primer paso nuestro entorno en un ambiente más propicio para la escucha, en la familia, en el trabajo, en la comunidad.

Un refrán de un monje dominico del siglo XIV dice: “el ruido no hace bien, el bien no hace ruido” (San Vicente Ferrer 1350 – 1414).